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Las guerras de Historia de Ucrania y Rusia:
No hace mucho, buscando una historia breve de Ucrania en una librería céntrica de Londres, me dieron este memorable consejo: "Mire debajo de Rusia".
Lo hice. Y entre estantes que se quejaban del peso de las glorias de la historia rusa, desde las aventuras amorosas de Catalina la Grande hasta los crímenes de Josif Stalin, encontré dos finos volúmenes sobre Ucrania, un país de unos 46 millones de habitantes. Uno estaba decorado con un cuadro impresionista de la Revolución Naranja de 2004. Los compré los dos. Dudo muchísimo que fueran reemplazados de inmediato.
"Mirar debajo de Rusia" es quizás una metáfora apropiada para hablar de la historia ucraniana.
Desde el tratado de Pereyáslav de 1654, Ucrania solo ha disfrutado de independencia de Rusia en momentos de extrema dislocación geopolítica, como en los últimos días de la Primera Guerra Mundial, tras la Revolución Rusa de 1917. Los nacionalistas rusos de hoy en día parecen ver la independencia de Ucrania como una aberración similar, consecuencia de lo que el Presidente Vladimir Putin definió como el mayor desastre geopolítico del s. XX: el colapso de la Unión Soviética (es decir, del Imperio Ruso) en 1991.
Los viejos hábitos tardan en morir. Para muchos rusos, Ucrania es como una extremidad fantasma que se sigue sintiendo mucho después de su amputación. La idea de que Ucrania es realmente una nación resulta extraña para algunos rusos. Puesto que las percepciones de la historia condicionan la política, comprender el punto de vista ruso sobre la historia ucraniana, y el de los propios ucranianos sobre su propia historia, es esencial.
Aunque errónea, la idea de que la historia ucraniana en realidad no es más que un anexo de la suntuosa mansión de la historia rusa es común. Hasta cierto punto es comprensible. Ucrania y Rusia han compartido triunfos y tragedias desde el nacimiento del Principado de los Rus de Kiev (el primer proto-Estado ruso, aunque por supuesto habría que discutir si los Rus eran siquiera rusos o ucranianos), pasando por las guerras contra los polacos del s. XVII, hasta la sangrienta lucha contra el fascismo en el s. XX.
Los lazos históricos entre los dos países, antiguos y modernos, son múltiples y profundos. Las iglesias ortodoxas de Ucrania y Rusia comparten santo patrón: San Vladimir o San Volodmyr, cuya estatua (bautizada con el nombre ucraniano) se alza orgullosa en una esquina del Londres occidental. En las afueras de Kiev, la capital de Ucrania, un enorme museo de cemento inaugurado a principios de los ochenta conmemora la Gran Guerra Patriótica (1941-5). Fuera, una figura femenina plateada de 60 metros de altura sostiene en alto una espada con una mano, y en la otra levanta un escudo con el emblema de la Unión Soviética. Este es un memorial en honor a un sacrificio compartido (ocho millones de ucranianos murieron en la guerra) y una victoria compartida. Setenta años después del final de la guerra, y casi un cuarto de siglo después del derrumbe de la URSS, esas narraciones aún son poderosas.
Durante mucho tiempo, los rusos vieron a los ucranianos como poco más que parientes paletos del campo. Las teorías sobre la etnogénesis eslava describían a los dos pueblos como hermanos nacidos del mismo vientre eslavo: los "Grandes Rusos" (es decir, los rusos propiamente dichos) por un lado y los "Pequeños Rusos" (los ucranianos) por otro. La literatura ucraniana, que empezó a emerger en el s. XIX, era vista con condescendencia como la pintoresca producción de una sociedad campesina, subordinada en esencia al canon literario de Rusia, incluso a pesar de generar poetas tan geniales como Taras Shevchenko. El hecho de que el florecimiento de la cultura nacional ucraniana fuera más fuerte en la Ucrania occidental, entonces parte del Imperio Austrohúngaro, hizo que algunos rusos rechazaran el concepto entero como un engaño anti-ruso patrocinado por fuerzas externas, una afirmación parecida a las que se oyen hoy día.
En el periodo soviético, la idea de la nacionalidad ucraniana fue vista con la misma suspicacia, pero ahora cargada además con sugerencias de que era intrínsecamente contrarrevolucionaria. En abril de 1918, al implosionar Rusia en su revolución, se instauró un régimen conservador con apoyo alemán en Kiev. Su líder, Pavlo Skoropadsky, revivió el título de Atamán, un antiguo rango militar cosaco cuyo último portador había muerto a los 112 años de edad en 1803 en un remoto monasterio ruso que los soviéticos convertirían posteriormente en un gulag. Posteriormente, en la Gran Guerra Patriótica, algunos ucranianos se unieron a los alemanes para luchar contra los Soviets, y algunos incluso se alistaron en las SS. Las acciones nacionalistas anti-soviéticas continuaron en la década de los 50, dando la base para que la memoria histórica englobe a todos los nacionalistas ucranianos, tanto los moderados como los extremistas de derechas, bajo la etiqueta de "fascistas" y "bandidos".
En la era soviética, la identidad nacional ucraniana nunca fue sometida por completo a la rusa o la soviética. Algunas veces, de hecho, resultó útil para el Estado soviético. En 1939, cuando Galitzia, Volhynia y Bucovina fueron anexionadas por la Ucrania soviética a raíz del pacto Molotov-Ribbentrop y la invasión parcial de Polonia por Stalin, el Soviet Supremo de Ucrania envió este mensaje a Stalin: "Habiendo estado dividido, habiendo estado separado por fronteras artificiales, el gran pueblo ucraniano queda reunido para siempre en una sola república ucraniana". En 1945, las afirmaciones de que Ucrania no era un vasallo soviético sino en realidad un Estado comunista independiente permitieron a Ucrania unirse a las Naciones Unidas como uno de sus miembros fundadores junto a la URSS, dándole así a Moscú un voto adicional en la ONU.
El proceso por el cual las fronteras de la moderna Ucrania fueron definidas, tanto en el oeste como en el Mar Negro, fue parte de la decidida expansión de Rusia a lo largo de tres siglos. En los s. XVIII y XIX, cuando la imaginación geopolítica rusa se obsesionó con la idea de convertir el Mar Negro en un lago ruso, y quizás llegar hasta a hacerse con el control de Constantinopla/Estambul, el Imperio Otomano fue rechazado sangrienta y repetidamente de sus reductos en la costa norte del Mar Negro. Las provincias ucranianas fueron las beneficiarias territoriales. El país se fue integrando cada vez más en la economía y la política del creciente Imperio Ruso, sirviendo como su granero y su ruta al mar.
A finales del s. XVIII, la zarina Catalina la Grande, nacida en Alemania, fundó el puerto de Odessa (y su territorio de Nueva Rusia) con la ayuda de un napolitano hispano-irlandés y, después, de un aristócrata francés. La ciudad se llenó de griegos, búlgaros y judíos. Pushkin fue enviado allí como castigo, y pronto empezó una aventura con la esposa del gobernador ruso de la ciudad. Entre incontables otros, Odessa daría origen a Trotsky y Akhmatova, dos titanes de la política y la cultura rusas, antes de convertirse en el escenario de algunas de las masacres más crueles del Holocausto.
Más al este, mediante la guerra, la colonización y la purificación étnica de su población musulmana, Crimea, el último resto de la Horda Dorada mongola, fue convertida en la mayor joya del Imperio Ruso. Como el proverbial jardín de los placeres para las últimas aventuras amorosas imperiales (como relata Anton Chekhov), y después como campamento de vacaciones de fantasía para los directores industriales soviéticos y como clave del flanco meridional de Rusia (como base de la flota del Mar Negro), Crimea quedó fijada firmemente en la geografía psicológica de los rusos como su propio patio de recreo privado. Menos de un siglo después de que los zares la conquistaran, Stalin eligió Crimea como el lugar donde redibujar una vez más el mapa de Europa en 1945.
Nueve años más tarde, cuando el antiguo jefe de partido ucraniano Khrushchev transfirió Crimea a la República Soviética de Ucrania para celebrar el tricentésimo aniversario del tratado de Pereyáslav, nadie pensaba que las fronteras internas de la Unión Soviética se acabarían convirtiendo en fronteras internacionales. Fue solo en 1991, como consecuencia de un intento de golpe de Estado (que tuvo lugar, irónicamente, mientras Mikhail Gorbachov estaba de vacaciones en Crimea), cuando la península escapó del control de Moscú mientras la superestructura soviética era desintegrada por ley.
La idea de que Crimea se convirtió en parte de una Ucrania independiente esencialmente por accidente es una verdad evangélica para los políticos rusos. Está a solo un paso de ver la posesión ucraniana de Crimea como históricamente ilegítima. Y ahí se encuentra el principio de un juego peligroso. ¿Qué ocurre después? Quizás la misma independencia de Ucrania, o la de los Estados bálticos, también se vea como la consecuencia de una serie de circunstancias históricas que a algunos les podría gustar deshacer.
¿En qué punto se convierte una preocupación por la historia en revanchismo? ¿Y hasta dónde se extiende la perspectiva histórica de uno en el pasado? Las visiones de Crimea como eternamente rusa ignoran testarudamente a la población musulmana que el poder ruso y después soviético desplazó y deportó, a veces violentamente, siempre trágicamente, y con poco reconocimiento histórico. Hasta una fecha tan tardía como los primeros años del s. XX, antes de los cataclismos que se habrían de producir, los tártaros crimeos representaban casi la mitad de la población de Crimea. Khruschev reconoció la deportación de los tártaros como uno de los crímenes de Stalin en su famoso discurso de 1956 ante el 20º Congreso del Partido. Hasta los años noventa no pudieron regresar muchos de ellos.
La versión rusa de la historia de Ucrania, envuelta en su propia narración de alzamiento y caída de un imperio, desde los Romanov hasta los Soviets, ayuda a explicar la actitud de Moscú hacia su vecino del sur; no en términos de intereses objetivos, aunque estos son bien ciertos, sino en términos emocionales, de quién tiene razón y quién no. Lo que empeora el asunto, desde la perspectiva rusa, es que los ucranianos ya no comparten su interpretación de su historia. El pasado se ve de forma diferente estos días desde Kiev (y aún más desde Leópolis/Lviv). Los ucranianos, en lugar de apreciar su papel de apoyo dentro de la grandeza geopolítica rusa (lo que en esencia significa el poder y el prestigio del Estado), han llegado a apreciar otras narraciones alternativas de su historia que giran en torno a la libertad y la resistencia. Redescubrir su pasado ha sido una parte crítica de la afirmación de la independencia ucraniana. Aceptar la posibilidad de que haya múltiples historias, no solo una versión, es un distintivo de la democracia, que ahora es vital.
Episodios antaño vistos como el pegamento histórico de la relación ruso-ucraniana se han visto disputados. Mientras que los rusos tienden a ver el tratado de Pereyáslav de 1654 como un momento de reunificación de los pueblos ruso y ucraniano, muchos ucranianos ven el mismo tratado como una alianza temporal entre líderes militares que después los rusos interpretaron a su conveniencia. En 2009, en el 300º aniversario de la Batalla de Poltava (quizás la batalla más importante de Rusia en el s. XVIII), el entonces presidente de Ucrania Viktor Yuschenko fue bombardeado por Rusia por sugerir que los ucranianos que lucharon junto a los suecos contra las victoriosas fuerzas del zar Pedro el Grande eran auténticos patriotas.
De un modo similar, mientras que las hambrunas de principios del s. XX solían ser vistas como una experiencia de sufrimiento común a todas las regiones soviéticas, e incluso como parte de la forja del milagro industrial soviético, algunos argumentan ahora que las hambrunas fueron, de hecho, un asalto moscovita dirigido contra los ucranianos en particular. Algunos llegan hasta a afirmar que había intenciones genocidas tras esto. La incorporación de la Ucrania occidental a la Unión Soviética en 1939 aún puede ser vista del modo tradicional: como la reunificación de Ucrania bajo liderazgo soviético. Pero para los ancianos pensionistas de Leópolis, y cada vez más para sus nietos, puede ser recordada como el principio de una ocupación rusa de 50 años. Y mientras que los nacionalistas ucranianos de la Gran Guerra Patriótica solían ser rotundamente condenados como nada más que escoria oportunista, antisemita y fascista (y sin duda alguna varios lo eran), algunos elementos más sabrosos pueden ser rehabilitados ahora, como en los Estados bálticos, describiéndolos como patriotas atrapados entre los totalitarismos equivalentes del nazismo y el comunismo. Algunos ucranianos hacen lo que para muchos rusos es una comparación sacrílega, igualando a Putin con Hitler.
Tanto para los rusos como para los ucranianos, la interpretación de la historia ucraniana es personal. Como en todas las tierras fronterizas, las contradicciones y complejidades del enmarañado pasado son reproducidas una y otra vez en las historias de las familias y en las identidades de los individuos. Para los gobiernos de Moscú y Kiev, la historia también es política. Los relatos del pasado pueden ser manipulados para justificar, rechazar o defender diferentes rumbos de acción en el presente. La historia puede ser una herramienta influyente, incluso una guerra psicológica a largo plazo, usada para manipular el aquí y el ahora, para añadir resonancias emocionales a imperativos geopolíticos o a afirmaciones de legitimidad política.
Dicho sin rodeos, la historia puede ser una especie de territorio. En Ucrania, no es solo la tierra del país lo que se está disputando. También lo es el pasado del país. Si Rusia y Ucrania van a vivir como vecinas respetuosas la una junto a la otra, tendrán que encontrar también una forma de vivir con el pasado de cada una.
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